Y cuando quise darme cuenta sobre la chimenea descansaba un
cuervo de plumaje oscuro y ojos brillantes y negros como la noche que me
observaban con aire acusador. El cuervo abrió su largo y dorado pico sin
apartar la mirada de mí y echó a volar. Y ojalá yo con alas. Pensé. ¿Hacia dónde
huiría yo? Hacia la nada. Seguramente. Creo que jamás cesaría de batir las alas.
Por eso de sentir el aire sobre el torso. Ver el mundo. Observarlo
detenidamente. Darte cuenta de lo pequeño e insignificante que somos y por el
contrario, lo mucho que nos crecemos. O no. Digo que, quizá desaprovecharía
también el volar. Quizá aún pudiendo huir me quedaría aquí. Sin moverme.
Estática. ¿Te imaginas? Estás en una jaula y te dan la llave, tú, muy indignado
la tiras al suelo y te acomodas en tu pequeño cuadrado de vida. Porque le has
cogido cariño a esta forma de supervivencia. A esta presión. Porque le has
cogido cariño a la rutina. El cuervo hace tiempo que echó a volar y yo aún
estaba mirando ese punto exacto de la chimenea en el que minutos atrás estuvo
el animal. Negué repetidamente con la cabeza y eché a andar. De nuevo. Hacia la
nada.
Maldito cuervo.
Maldito cuervo.
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