jueves, 16 de enero de 2014

Maldito cuervo.

Y cuando quise darme cuenta sobre la chimenea descansaba un cuervo de plumaje oscuro y ojos brillantes y negros como la noche que me observaban con aire acusador. El cuervo abrió su largo y dorado pico sin apartar la mirada de mí y echó a volar. Y ojalá yo con alas. Pensé. ¿Hacia dónde huiría yo? Hacia la nada. Seguramente. Creo que jamás cesaría de batir las alas. Por eso de sentir el aire sobre el torso. Ver el mundo. Observarlo detenidamente. Darte cuenta de lo pequeño e insignificante que somos y por el contrario, lo mucho que nos crecemos. O no. Digo que, quizá desaprovecharía también el volar. Quizá aún pudiendo huir me quedaría aquí. Sin moverme. Estática. ¿Te imaginas? Estás en una jaula y te dan la llave, tú, muy indignado la tiras al suelo y te acomodas en tu pequeño cuadrado de vida. Porque le has cogido cariño a esta forma de supervivencia. A esta presión. Porque le has cogido cariño a la rutina. El cuervo hace tiempo que echó a volar y yo aún estaba mirando ese punto exacto de la chimenea en el que minutos atrás estuvo el animal. Negué repetidamente con la cabeza y eché a andar. De nuevo. Hacia la nada.
Maldito cuervo.

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