Él es un hombre libro.
Su rostro son 46 páginas arrugadas
bajo la piel de un erizo.
A través del índice de su vida
descubrí que las palabras
son más útiles cuando tienen un orden.
Es la clase de persona
por la que matarías
por escucharle un "hola",
y te suicidarías
si le escuchas decir adiós.
Él me hizo querer ser más inteligente.
No hablo de ser mejor persona.
Me refiero a ser alguien
con quien valga la pena
mantener una conversación.
A veces me recuerda a Sabina,
otras a Bob Dylan.
Y entonces no sé de qué hablar.
Pero entonces él coloca exactamente
el adjetivo perfecto en la oración.
Y su voz es hipérbaton sin mesura.
Le pone tilde a mis pestañas
y hace de su sonrisa
un diptongo con mi frente.
Le recuerdo ataviado de monosílabos en la cocina,
cortando con una perfecta gramática los límites de su camisa,
y aguantando estoicamente todos mis errores.
Gramaticales.
Él es una parábola imprecisa,
una metáfora colocada en paralelo
al castillo de libros que colocó en mi estantería.
Papá, te quiero
sin medida
sin métrica,
sin prosa
y sin prisa.