Se decidió a entrar a clase envuelta en una sensación de
embriaguez que le rodeaba el cuerpo. Lo hizo segura, con la frente en alto y la
sonrisa fría. Todos la contemplaban. Siempre lo hacían: ellas anhelando reflejarse
en el espejo pareciéndose un poco a ella, ellos lamentándose no llegar a ser
jamás lo suficiente para alguien como ella.
Sus ojos del color fuego se clavaron sin piedad sobre el profesor que esperaba
a que ella se sentara. El color se asemejó al verano cuando dirigió la mirada a
sus amigas.
Ella era alta, guapa, lista. Ella era bonita, achuchable: era como un invierno envuelto
en la mejor manta. Pero a su vez, era como tropezar en la nieve: adquiriendo
una sensación tan sumamente fría, que joder, cómo quemaba.
Todos la observaban de los pies a la cabeza, admirando a la que seguramente
sería la mujer más hermosa que jamás hayan visto. Todos se derretían en su
mirada, y arrastrados por su belleza se derramaban a sus pies. De hecho, todos
pensaban que algún día ella y su perfecto cuerpo llegarían a una revista
de Vogue.
Mientras se sentaba, ella tan sólo pensaba en lo desgraciada que era. Ella se adjudicaba
los complejos que otros se encontraban observándola. Ella se había roto una y
otra vez, y no como esas muñecas de cerámica, sino como se desgarra una revista
por no poder ser la chica de la portada.
Ella era tan espontánea como el mechón de pelo rubio que de todas las miradas se
apoderaba ondulado hacia el suelo.
Ella podía permitirse la locura. No importaba lo que
hiciese, todos seguirían viendo su belleza. Su manera de ser feliz era un
grito, y ella gritaba todos los días con la única excusa de que ‘le daba la
gana’. Ella leía cada noche, le
encantaba las fantasías que la vida real nunca le daría.
Ella podía volar con los pies en el suelo.